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Viajes - La Última Cena (Milán)

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Martes, 19 de Octubre de 2010. Escrito por Daniel P.


La Última Cena de Leonardo da Vinci

Dirección: Piazza Santa Maria delle Grazie 2, Milano 20123
Horarios iglesia:  días laborables de 7:00 a 12:00 y de 15:00 a19:00, los  días festivos de 7:15 a 12:15 y de 15:30 a 21:00
Horario  Cenacolo: de martes a domingo desde las 8:00 hasta las 18:30 (última entrada a las 18:15)
Tfno: (02) 4987588
Reserva Internet: http://www.cenacolovinciano.org
Reserva Tfno: (++39) 02 89421146
Precio: Reserva 1,50€ (es obligatoria) – Entrada Última Cena 6,5 € (normal), 3,25 € (reducida), gratis (menores 18 y mayores 65)

La Última Cena (en italiano: Il cenacolo o L’ultima cena) es una pintura mural original de Leonardo da Vinci ejecutada entre 1495 y 1497, se encuentra en la pared sobre la que se pintó originariamente, en el refectorio del convento dominico de Santa Maria delle Grazie en Milán.

Mural de la Última Cena de Leonardo da Vinci


La Última Cena es una de la obras más visitadas del mundo y para realizar la visita será necesario realizar una reserva previa, en muchas ocasiones deberá de ser de hasta con dos meses de antelación. Por lo que se recomienda realizarla en el momento que se sepa que se va a viajar a Milán, además como es barata no perderemos mucho si al final no podemos ir.

La sala donde se encuentra la Última Cena fue el lugar de reunión del duque Ludovico Sforza con el abad de la orden que ocupaba la iglesia, todos los jueves. El duque vio en aquellas paredes la frialdad de verse desnudas cuando tantos artistas deambulaban por las cortes de las mejores ciudades italianas. Decidió el duque encargar la obra a Leonardo da Vincia con un sólo fin: servir de satisfacción propia y deleite de sus ojos acostumbrados a ver las grandes creaciones.

Análisis de la Última Cena

La Última Cena no  es un fresco tradicional, sino un mural ejecutado al temple y óleo sobre dos capas de preparación de yeso extendidas sobre enlucido. Mide 460 cm. de alto por 880 cm. de ancho. Para muchos expertos e historiadores del arte, La Última Cena de Leonardo da Vinci es considerada como la mejor obra pictórica del mundo.

La composición de la Última Cena está ideada bajo la pauta de la monumentalidad, realmente destaca que el espacio es muy limitado para la proporción y la magnitud de la obra en sí. Vemos con asombro como las figuras son monumentales y están más o menos apiñadas alrededor de la mesa que sirve como eje central de esta obra cumbre. Se ha dicho y demostrado en ordenador, que si las figuras se pusieran de pie no cabrían en ese espacio. Realmente es lo primero que observamos que hizo el maestro Leonardo da Vinci; creó unas figuras monumentales para dar relieve de fondo a la obra. Así vemos que los cuadrados del pavimento, el antesonado del techo, los tapices en las paredes, la colocación de las ventanas y de la mesa son los medios que están puestos en esos lugares estudiados para obtener un efecto de más espacio. De esta forma se obtiene un resultado impresionante al ser destacadas las enormes figuras con el ambiente que las rodea, creando un efecto en toda la sala de ser más profunda y de tener el doble de las dimensiones que tiene.

Los bordes que rodean la escena de la Última Cena excluye una parte del techo y también de las paredes laterales, dando como un resultado tan real que parece que están inmersos en el mismo refectorio. El efecto es realmente magnífico. Cada grupo de figuras está representado como si fuese realmente individual del resto de la obra en sí. Y la monumentalidad de las mismas, sistema que fue utilizado por el maestro Leonardo da Vinci para conseguir un resultado de doblar el espacio en que se atiborran unas junto a las otras, nos ofrece una fuerza y un movimiento increíble dentro de la pintura. Las reglas de la perspectiva aquí son aplicadas y aderezadas también, con las técnicas de la perspectiva atmosférica y cromática que Leonardo da Vinci no se cansa de desarrollar y exponer en su Tratado de la Pintura. En la reciente restauración se ha visto también la maestría de Leonardo da Vinci en cuanto al uso de los colores y en la técnica para que el color vuelva a ejercer su efecto de fuerte y directo y todo esto teniendo en cuenta que queda poco de lo que fue realmente en sus primeros momentos, en aquellos en los que fue pintada.

En la Última Cena se observan dos fuentes de luz; uno de la ventana que deja ver la caída del día en su lado derecho, con un atractivo panorama campestre y la luz que entra por delante a la izquierda, por la ventana del propio refrectorio. Eso hace que Leonardo da Vinci tenga proporción para sus grupos de figuras, que quedan situados entre dos zonas de luz y que le dan un relieve gradual.

Los colores están apuntados en la vestimenta que luce Jesús, rojo en la túnica y azul en el manto y la maestría con que éstos se reflejan en un plato que tiene delante, del mismo modo el plato que hay frente a Felipe refleja el rojo de su manto. Los colores de los ropajes de los apóstoles están distribuidos en una maravillosa gama de grados coloreados a través de toda la pintura.

Vemos claramente que la composición de la Última Cena vista desde lejos, está formada por cuatro grupos; dejando a Jesús solo en el centro. No hay ese cáliz que aparece en todas las santas cenas pintadas en el mundo de las manos de los grandes pintores. La maestría nos lleva también a admirar la mesa, su colocación y cada uno de los detalles de la misma: Trozos de pan, vasos a medio beber, platos vacíos y otros medio llenos... una gama de azules pálidos y rojos decadentes que debieron ser maravillosos en su época de renacer al arte. Las caras de los presentes en esta cena son reflejo de serenidad, de miradas dulces y quizás un poco interrogativas. La cara de Jesús es todo un reflejo de tranquilidad, incluso sabiendo que era el primer paso hacía su calvario particular. Todo en la obra refleja esa tranquilidad y ese sosiego que se vería después roto con los acontecimientos.

Vemos la cara de Leonardo da Vinci en uno de los apóstoles, quizás porque él mismo se vio tan inmerso en la obra de la Última Cena que quiso estar y quedarse para la eternidad en ella. Esos rasgos de nariz grande y mirada hacia el suelo, sobresalen del resto de los presentes. Destacar las manos, los pliegues, las miradas perdidas en medio de la nada, los colores que se han vuelto ahora más modernos alejándose quizás mucho de los originales que le daba ese sabor de serenidad y de desvanecimiento de una realidad demasiado manoseadas por todos para que consiga seguir siendo la cuna de la verdad.

Hay que aclarar que cuanto más veces se ve la Última Cena, más cosas se descubren y que en una sola visita no podemos vislumbrar todo lo que hay en ella: la obra de un hombre, un gigante del arte, que nos deleitó con su forma de pintar, con su concepción de la belleza, con los misterios de la verdad... quizás era un tocado de la mano del que tanta veces quiso y pudo pintar... quizás sólo fue la mano que puso imagen a la verdad.

Historia de la Última Cena

Luis XII, rey de Francia llegó a Milán y destruyó al ducado y tras ver la magnífica obra de Leonardo da Vinci pensó en llevarla a su país.

En principio se trataba de un encargo modesto. En Santa María delle Grazie, el convento de los dominicos cercano al palacio, el duque había mandado a erigir una iglesia. En el refectorio de los hermanos, el milanés Montorfano había pintado una crucifixión, en cuya parte inferior Leonardo da Vinci añadió como donante a Ludovico, a su esposa y a sus dos hijos. Leonardo da Vinci colaboró también en la ejecución de los medallones y otros adornos murales con las armas de los españoles, como si quisiera probar primero la destreza de su mano para la gran tarea que se le avecinaba.

Leonardo da Vinci creó La Última Cena, su mejor obra, la más serena y alejada del mundo temporal, durante esos años característicos por los conflictos bélicos, las intrigas, las preocupaciones y las calamidades. Se cree que en 1494 el duque de Milán Ludovico Sforza, llamado "el Moro" encargó a Leonardo da Vinci la realización de un fresco para el refectorio de la iglesia dominica de Santa Maria delle Grazie, Milán. Ello explicaría las insignias ducales que hay pintadas en las tres lunetas superiores. Leonardo da Vinci trabajó en esta obra más deprisa y con mayor continuidad que nunca durante unos tres años. De alguna manera, su naturaleza, que tendía hacia el colosalismo, supo hallar en este cuadro una tarea que lo absorbió por completo, forzando al artista a finalizarla.

En su novella LVIII, Matteo Bandello, que conoció bien a Leonardo, da Vinci escribe que lo observó muchas veces

«a la mañana temprano subir al andamio, porque la Última Cena estaba un poco en alto; desde que salía el Sol hasta la última hora de la tarde estaba allí, sin quitarse nunca el pincel de la mano, olvidándose de comer y de beber, pintando continuamente. Después sabía estarse dos, tres o cuatro días, que no pintaba, y aún así se quedaba allí una o dos horas cada día y solamente contemplaba, consideraba y examinando para sí, las figuras que había pintado. También lo vi, lo que parecía caso de simpleza o excentricidad, cuando el Sol está en lo alto, salir de su taller en la corte vieja» - sobre el lugar del actual Palazzo Reale - «donde estaba aquel asombroso Caballo compuesto de tierra, y venirse derecho al convento de las Gracias: y subiéndose al andamio tomar el pincel, y dar una o dos pinceladas a una de aquellas figuras, y marcharse sin entretenerse».

Esta forma de pintar, tan distinta de la rapidez y seguridad que exige la tradicional pintura al fresco, explican que el pintor optara por una técnica distinta y también que se demorase durante años su acabado.

Giorgio Vasari en sus Vite también describe en detalle cómo lo trabajó, cómo algunos días pintaría como una furia, y otros pasaría horas sólo mirándolo, y cómo paseaba por las calles de la ciudad buscando una cara para Judas, el traidor; al respecto cuenta la anécdota de que esta forma de trabajar impacientaba al prior del convento y éste fue a quejarse al duque, quien llamó al pintor para pedirle que acelerara el trabajo:

«Leonardo da Vinci explicó que los hombres de su genio a veces producen más cuando trabajan menos, por tener la mente ocupada en precisar ideas que acababan por resolverse en forma y expresión. Además, informó al duque que carecía todavía de modelos para las figuras del Salvador y de Judas; (...) temía que no fuera posible encontrar nadie que, habiendo recibido tantos beneficios de su Señor, como Judas, poseyera un corazón tan depravado hasta hacerle traición. Añadió que si, continuando su esfuerzo, no podía encontrarlo, tendría que poner como la cara de Judas el retrato del impertinente y quisquilloso prior».

Igualmente, el escritor Giambattista Giraldi, se hizo eco de esta forma de trabajar basándose en los recuerdos de su padre:

«Antes de pintar una figura, estudiaba primero su naturaleza y su aspecto [...] Cuando se había formado una idea clara, se dirigía a los lugares en los que sabía que hallaría personas del tipo que buscaba, y observaba con atención sus rostros, su comportamientos, sus costumbres y sus movimientos. A penas veía algo que podía servirle para sus fines, lo dibujaba a lápiz en el cuadernillo de apuntes que siempre llevaba a la cintura. Este proceder lo repetía tantas veces como juzgase necesario para dar forma a la obra que tenía en mente. A continuación plasmaba todo esto en una figura que, una vez creada, movía el asombro».

Así pues, Leonardo da Vinci observaba cuidadosamente los modelos del natural, pero no es algo habitual en aquella época. En general se copiaban los tipos conocidos y ya probados; algunos artistas repetían una y otra vez a lo largo de su vida un tipo que les había salido bien y había tenido éxito, como, por ejemplo, Perugino, el condiscípulo de Leonardo da Vinci. Éste, empero, jamás se repitió a sí mismo; siempre consideró cada una de sus obras una tarea completamente nueva, peculiar y diferente de la anterior.

Leonardo da Vinci procuró dotar a sus figuras de la Última Cena de mayor diversidad posible y del máximo movimiento y contraste. En su libro de pintura aconseja «Los movimientos de las personas son tan diferentes como los estados de ánimo que se suscitan en sus almas, y cada uno de ellos mueve en distintos grados a las personas [...]». En otro pasaje se refiere al efecto de los contrastes «[...] Lo feo junto a lo bello, lo grande junto a lo pequeño, el anciano junto al joven, lo fuerte junto a lo débil: hay que alternar y confrontar esos extremos tanto como sea posible.» Esta proximidad y antagonismo de las figuras es lo que da su riqueza a La Última Cena: Judas, el malvado/Juan, el bello y bueno; cabezas ancianas/cabezas jóvenes; personas excitadas/personas tranquilas. Aún el mundo puede apreciar el carácter innovador del cuadro a causa de las innumerable imitaciones y reproducciones posteriores, la obra nos produce un efecto de serenidad y sencillez, de concentración alrededor del núcleo de la escena que en ella se desarrolla.

En 1497 el duque de Milán solicitó al artista que concluyera la Última Cena, que terminó, probablemente, a finales de año. Según Andrés García Corneille en su libro Da Vinci comenta que «cuando Leonardo da Vinci comenzó su obra, él sabía que iba a demandarle mucho tiempo y que difícilmente vería mucho dinero por ella (Ya que se trataba del pedido de un duque), cosa que contravenía abiertamente a los reglamentos del gremio de artistas al que pertenecía, y sin cuya anuencia era imposible ejecutar una obra en Florencia. De hecho, jamás pidió un sólo centavo por la obra que hizo, cosa que al duque le sorprendió y no dijo ninguna palabra».

Cuando acabó, la pintura fue alabada como una obra maestra de diseño y caracterización. La dio por terminada, aunque él, eterno insatisfecho declaró que tendría que seguir trabajando en ella. Fue expuesta a la vista de todos y contemplada por muchos. La fama que el «gran caballo» había hecho surgir se asentó sobre cimientos más sólidos. Desde ese momento se le consideró sin discusión uno de los primeros maestros de Italia, si no el primero. Los artistas acudían desde muy lejos al refectorio del convento de Santa María delle Grazie, miraban la pintura con detenimiento, la copiaban y la discutían. El rey de Francia, al entrar en Milán, acarició la idea de desprender el fresco de la pared para llevárselo a su país.

Pronto se puso en evidencia, sin embargo, que nada más acabarse ya empezaba a desprenderse de la pared. Desgraciadamente, el empleo experimental del óleo sobre yeso seco provocó problemas técnicos que condujeron a su rápido deterioro hacia el año 1500 lo cual provocó numerosas restauraciones en la magnífica obra. Leonardo da Vinci, en lugar de usar la fiable técnica del fresco, que exigía una rapidez de ejecución impropia de él, había experimentado con diferentes agentes aglutinadores de la pintura, que fueron afectados por moho y se escamaron.

Desde 1726 se llevaron a cabo intentos fallidos de restauración y conservación. Goethe, que vio la estancia con escasas transformaciones, la describe así:

«Frente a la entrada, en la zona más estrecha y al fondo de la sala, estaba la mesa del prior, y a ambos lados las de los restantes monjes, colocadas sobre una especie de grada a cierta altura del suelo. De repente, cuando al entrar uno se daba la vuelta, veía pintada en la cuarta pared y encima de las puertas la cuarta mesa, con Jesús y los Apóstoles sentados a ella como si fueran un grupo más de la reunión. La hora de comer, cuando las mesas del prior y de Cristo se encontraban frente a frente, encerrando en medio a los demás monjes, tuvo que ser, por fuerza, una escena digna de verse».

En 1977 se inició un programa haciendo uso de las más modernas tecnologías, como consecuencia del cual se han experimentado algunas mejoras. Aunque la mayor parte de la superficie original se ha perdido, la grandiosidad de la composición y la penetración fisonómica y psicológica de los personajes dan una vaga visión de su pasado esplendor.

La pintura se ha mantenido como una de las obras de arte más reproducidas, con innumerables copias realizadas en todo tipo de medios, desde alfombras hasta camafeo.


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